domingo, 18 de septiembre de 2011

La zona de riesgo

Pues aquí estoy, escribiendo, lo que quiere decir que no estoy escalando. Sob, sob. Ayer tuve guardia y no ha habido forma de subir a Grazalema el domingo. ¿La parte buena? Que seguramente vaya mañana, así que tampoco tendré que aguantar el mono mucho más rato. Además, seamos sinceros: estoy un poco agotada de ver pacientes con ganas de matarse, así que un domingo tranquilito en casa tampoco me viene mal.

Nota: acabo de quedar para ir al roco esta tarde. Esto es vicio.

Esta semana me he dedicado, escaladoramente hablando, a leer Guerreros de la Roca y a darle un peguecillo a Grazalema la tarde del martes. Así que por partes.

Por las mañanas tengo poco curro últimamente, así que decía que me iba a estudiar y me ponía a leer Guerreros de la Roca. Ya tenía preparada excusa por si alguien me preguntaba: "Es psicología del deporte". Aunque en realidad a la gente de mi curro no le importo mucho, así que nadie me ha preguntado. La cosa es que era para verme, yo sola en la sala de juntas, entre los libros sobre droga y las tazas para el café, leyendo sobre escalada y pensando "por el amor de Dios, quiero trepar por ALGO, lo que sea", y observando el tablón de anuncios como potencial simulacro de placa.

Hay mucho que sacar de ese libro. No sólo para escalar mejor, sino para disfrutar más escalando y crecer como persona. Siempre he pensado que cuando uno hace algo con la suficiente intensidad y compromiso, ese algo se filtra hacia todas las áreas de su vida y las enriquece, y creo que eso me está pasando con la escalada. Me enseña mucho sobre mí y me ayuda a vivir mejor el resto del tiempo.

El concepto de zona de riesgo tiene que ver con ser capaz de aceptar la incomodidad y movernos desde ella con soltura y con convencimiento. Antes de leer ese capítulo, yo ya tenía más o menos claro que no siempre va a estar uno estupendamente bien, y que sentir cierta incomodidad y sensaciones desagradables es normal. Lo que no había pensado nunca es que podía ser bueno y que, de hecho, es el único espacio para el aprendizaje.

En la escalada, por ejemplo, hay muchas (¡muchas!) experiencias que quedan fuera de mi zona de confort. Controlo tan poco que todo lo que no sea escalar quintos al torro me supone un desafío en uno u otro momento. Y lo curioso del asunto es que escalar quintos al torro es entretenido, pero no es ni la mitad de divertido y enriquecedor que intentar un 6a de primera, aunque en el 6a haya momentos en los que digas: a ver, objetivamente, lo estoy pasando de puta pena.

Plantearse la vida como una oportunidad de aprendizaje te cambia la perspectiva, porque puedes aprender de todas las situaciones. Todos los momentos se vuelven valiosos y todas la experiencias cuentan. Aprendo de los pacientes y también aprendo de aburrirme cuando no puedo entrar en consulta con nadie. Aprendo de ir a escalar y también de no poder ir a escalar y quedarme aquí en casa limpiando (que falta le hace), escribiendo y descansando.

En mi caso, la zona de riesgo tiene mucho de miedo. Otra de las cosas más importantes que me está dando la escalada es una nueva manera de relacionarme con el miedo. Me siento más valiente desde que escalo, porque sentir miedo se ha convertido en una señal positiva: una señal que indica que el desafío está cerca y que voy a poner en juego las cosas que me importan. Hace ya un tiempo que pienso que las decisiones basadas en el miedo no son buenas, incluso aunque al final el resultado lo sea. Es una emoción tan limitadora y mentirosa. Sí, en pequeñas cantidades es útil, informativo, pero en general te invade a toda prisa antes de que te des cuenta y tiene una facilidad enorme para paralizarte.

La otra tarde, en Grazalema, fui capaz de salir un par de veces de esa zona de confort de forma deliberada. En realidad estaba pasando más miedo que vergüenza casi todo el rato. Pero la diferencia es que la mayoría del tiempo era un miedo tolerable, y lo que contemplaba como futuro más próximo era dar el siguiente paso. No pensaba en bajar, así que supongo que entraba dentro de mi zona de confort, o quizá de riesgo asumible sin demasiado esfuerzo.

La última vez que había intentado Fino Feria (que vaya nombre poco serio para una vía, por cierto, que luego tenemos los andaluces la fama que tenemos) conseguí llegar hasta la cuarta chapa. Me quedaban dos más y la reunión. El martes chapé la cuarta e iba ya lista de papeles. Me había colgado como dos veces y no quería más que llorar. En realidad no estaba mal, porque conseguí no volar de la tercera como me llevaba pasando las veces anteriores, así que hubiera estado bien bajarme ahí. Ésa era mi zona de confort: el miedo al chapar la cuarta con el pie izquierdo en adherencia, en realidad, había sido medio tolerable. Lo no tolerable y lo que mi mente no concebía era seguir subiendo hasta la reunión con lo cansada que estaba.



Chapando la cuarta cinta con más miedo que vergüenza. Parece que hay apoyo para el izquierdo, pero es un efecto óptico, verídico.


En realidad tiré para arriba porque sabía que era tarde y que no iba a poder probar la vía más veces ese día. Fue una motivación así de absurda. Pensé, tipo Forrest Gump, "ya que he llegado hasta aquí, voy a aprovecharlo". Y casi sentí el clic de mi cerebro cuando me instalé en la incomodidad de seguir hasta el final. Las últimas chapas, de hecho, son las más fáciles: hay miles de cantos, tantos que te vuelves codicioso buscando puentes de roca donde acoplarte. Pero estaba hecha polvo y fue un esfuerzo. Y llegué. Viva yo.



Ahí está Shindo en la última parte de la vía, el día que yo no conseguí llegar arriba.


El momento poco guerrero lo tuve cuando me quedé tres horas parada antes de chapar la penúltima cinta y me tuve que echar a volar porque iba convencida de que no me aguantaba. En realidad, en esas tres horas que me pasé parada, soltando un brazo, y luego otro, y resoplando y lloriqueando sobre lo mucho que odiaba escalar, habría podido chapar tres veces. Pero bueno.

Dice Arno Ilgner que la fuerza que nos mueve hacia la zona de confort es el miedo. Los miedos fantasmas, no reales, a que pasen cosas que no controlamos. La fuerza que debe empujarnos en dirección contraria es el amor: por la escalada, por aprender y por la vida. Se pasa miedo en el trabajo. Se pasa miedo en las relaciones. Y aun así podemos encontrar la fuerza para afrontarlo si nos lleva el amor; no un amor suicida y absurdo basado en la posesión o en el apego, sino un amor generoso por el conocimiento y el disfrute.

Qué bueno es escalar. ¿Lo he dicho ya?

No hay comentarios: